El artículo 255 de la Constitución dispone
que la Policía Nacional tiene por misión, entre otras, salvaguardar la
seguridad ciudadana; prevenir y controlar los delitos; perseguir e investigar
las infracciones penales, bajo la dirección legal de la autoridad competente; mantener
el orden público para proteger el libre ejercicio de los derechos de las
personas y la convivencia pacífica de conformidad con la Constitución y las
leyes.
En un Estado Social y Democrático de
Derecho, fundado en el respeto de la dignidad humana y de los derechos fundamentales[1],
la prevención y el control de la delincuencia, son instrumentos garantes del
perfeccionamiento equitativo y progresivo de cada individuo, y de la propia
sociedad.
Una labor preventiva efectiva es posible
cuando se determinan las fuentes de los delitos, y se crean políticas tendentes
a adoptar medidas para, desde las raíces propias del problema, reducir la
delincuencia, y al mismo tiempo disminuir, en sociedades como la nuestra, la
percepción de inseguridad que reina. El
control del delito, se logra –previa identificación de los actos delictivos- implementando
medidas de seguridad, contención, investigación, enjuiciamiento y sanción del
hecho punible.
Es hasta enmarcable dentro de lo razonable
que, en su labor de control de los delitos, y en aras de garantizar la
seguridad ciudadana, la Policía Nacional deba enfrentar a alegados delincuentes
en intercambio de tiros, y que con esto se afecte la integridad física de las
personas involucradas, y se pierdan vidas.
Lo que me resulta altamente cuestionable
es que ese órgano encargado de proteger el libre ejercicio de los derechos de
todas las personas -incluida la persona de un presunto inocente al que se le
imputa la comisión de un hecho delictivo-, sea capaz de ufanarse, jactarse, pavonearse
y presumir de quitarle la vida a otras personas, a las cuáles nunca se les
investigará, o realizará un enjuiciamiento en el que se determinen los hechos o
su alegada participación en los mismos.
Una persona que no podrá responder a la burla, a quien sus familiares recordarán
siempre empañado por una fotografía de un cadáver lleno de tiros y bañado en
sangre.
Las facultades que le han sido concedidas
por el pueblo, que es el soberano, a través de la ley y de la Constitución, no son
poderes cedidos a la persona que representa al órgano policial. Son potestades
concedidas a esa institución con el único objeto de garantizar la misión por la
que fue creada, y que están –como indico al inicio- claramente determinadas por
la Constitución y por la Ley. Facultades
limitadas por las propias disposiciones de nuestra Constitución, que consagra
la dignidad humana como un valor supremo, y el derecho a la vida como un
derecho fundamental.
Los enfrentamientos entre cuerpos
castrenses y las personas deben ser –y son- la última carta a jugarse para
controlar la delincuencia; sin embargo, en este país parece que comenzamos por
el final, sancionando, luego de un proceso sumario –el “intercambio” de tiros-,
con pena de muerte; en vez de iniciar adoptando medidas de prevención, y
haciendo uso correcto de los instrumentos de control que prevé el ordenamiento
jurídico que nos rige.
Y así, contrario a lo que usted cree, en
vez de reducir la delincuencia, esta aumenta.
Y encima, estamos dando luz verde para matar inocentes bajo los alegados
“intercambios” en donde la única voz cantante es la de un órgano que dice que
hubo enfrentamiento producido porque aquel -quien no tiene doliente- cometía un
hecho punible. Pero no sólo eso…somos
sus cómplices…no, del que ha muerto no…del órgano que se ha endiosado
disponiendo de una vida…y alardeando de eso.
Patricia
M. Santana Nina
21 de junio de 2016
[1] Establece el artículo
7 de la Constitución: La República Dominicana es un Estado Social y
Democrático de Derecho, organizado en forma de República unitaria, fundado en
el respeto de la dignidad humana, los derechos fundamentales, el trabajo, la
soberanía popular y la separación e independencia de los poderes públicos.
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